Vuelve lo siniestro en otra novela de Samanta Schweblin

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Originalmente publicado en The Associated Press, junio 2019 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Parece inverosímil. ¿Sentirse amenazado por un osito panda? El cuerpo de peluche, los ojos bien abiertos, el curioso andar de sus rueditas mientras te sigue a todas partes como la más leal de las mascotas. Sería el muñeco perfecto de no ser porque no es un muñeco, sino un “kentuki”: un robot de moda con cámara y micrófono para que un desconocido espíe tu vida de manera remota desde que decidas abrirle la puerta.

En “Kentukis”, su segunda novela, la escritora argentina Samanta Schweblin desarrolla situaciones perversas en las que algo cercano y familiar se vuelve tan amenazante como para dejar a sus lectores con las rodillas tambaleantes.

La autora dice que para su literatura elige lo que despierta su atención en lo cotidiano. Lo siniestro, explica en entrevista con AP, le atrae “por su ruido, por la arbitrariedad con la que, como sociedad, construimos los límites entre lo que es real y lo que no lo es, lo que es normal y lo que no lo es, lo que es aceptable y lo que no lo es”.

Cada kentuki cuesta 279 dólares y se vende en tiendas de autoservicio como cualquier producto electrónico codiciado. Además de pandas, hay topos, conejos, cuervos y dragones. Su funcionamiento depende de dos individuos: el que lo compra y lo lleva a casa como un animal de compañía y el que elige “ser” kentuki, es decir, una persona que compra una tarjeta de la misma marca para conectarse remotamente a la cámara tras los ojos de la criatura y operarla para observar la vida privada de alguien más. El coctel de abuso y voyeurismo que se desencadena nutre la narrativa y mantiene la lectura entre el desconcierto y el horror.

Schweblin ha dicho que la idea de “Kentukis” surgió mientras le daba vueltas al funcionamiento de los drones, a su modo de revelar una intimidad oculta desde otras perspectivas. El nombre de sus creaciones se le ocurrió casi por azar, mientras pensaba en algo que remitiera a sus lectores a un producto popular, estrafalario, y a una marca simple pero conocida.

Con poco más de doscientas páginas y una decena de protagonistas, “Kentukis” es un libro coral. Robin es una adolescente chantajeada por un oso que le exige dinero a cambio de no publicar imágenes de ella con los pechos al aire. Alina es la pareja de un escritor y desquita sus frustraciones con un cuervo en México. Emilia, desde Perú, es una mujer sola que se encariña con la dueña del conejo que le presta sus ojos en Alemania sin imaginar los riesgos de vulnerarse así.

Por su estructura, un sutil coqueteo entre el cuento y la novela, Schweblin deja algunas historias inconclusas. Sin embargo, sus vacíos no defraudan la lectura sino que crean puntos de tensión que hacen de cada relato algo inquietante y difícil de olvidar. Dice que no podría explicar cómo se logra “esa tensión entre las palabras del que escribe y todo lo que el lector nombra en silencio, para sí mismo”, pero tiene claro que el vínculo entre su pluma y quien da vuelta a la página es lo que mantiene sus textos en movimiento: al escribir ella abre una puerta que se cierra en la cabeza de cada lector.

De inicio podría pensarse que la novela se enfoca en los riesgos de la globalización y la tecnología, pero en una capa más profunda “Kentukis” explora lo humano. En la trama no hay oso que se vuelva invasivo, violento o chantajista por sí mismo, sino por la carne y hueso que hay detrás de cada peluche mirón. Entonces, podría pensarse, no es la tecnología en sí misma, sino el modo de utilizarla y relacionarse con ella lo que la vuelve peligrosa.

Si bien esta es la primera vez que la escritora nacida en Buenos Aires en 1978 explora el terreno de la ciencia ficción, no es la primera vez que presenta una prosa que cimbra con desasosiego. En su antología “Pájaros en la boca” (2009), uno de sus cuentos más memorables se centra en el conflicto de un padre que no acepta la idea de que su hija se alimenta de aves vivas. En “Distancia de rescate” (2014), esa primera novela que la llevó a ser finalista del Premio Man Booker International, la protagonista es una mujer que agoniza en el hospital y a través de una conversación que por instantes parece alucinatoria, la voz de un niño misterioso sirve para recontar su pasado.

Contrario a lo que podría asumirse, lo que Samanta Schweblin aborda en sus libros no la inquieta durante el proceso de escritura, sino que le sirve para confrontar lo que se topa en lo cotidiano.

“Cuando algo me angustia, o me preocupa, o no termino de entenderlo, entonces necesito la ficción para desarmarlo… para probarme a mí misma frente a eso que me inmoviliza o me domina”, dice desde Berlín, donde reside.

Mientras teje sus tramas le abruman otras cosas, como trabajar con ciudades y culturas que no conoce a fondo y dar verosimilitud a sus relatos.

Es casi paradójico que perfeccionar esa credibilidad, esa posibilidad tan viva y tan latente de que este mundo conciba a un panda robótico que pueda chantajearnos con revelar nuestros secretos más ocultos sea lo que logre sosegar sus angustias mientras sus lectores deben hallar algún modo de huir de esas zonas oscuras que los lleva a recorrer.

(AP Foto/Markus Schreiber)

Letras para una crisis: una novela para pensar en Venezuela

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Originalmente publicado en The Associated Press, febrero 2019 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — El hogar que Alberto Barrera Tyszka deja tras de sí al cerrar la puerta, subir a un avión y despedirse de su tierra nunca es el mismo que lo recibe al volver.

Cuando el escritor venezolano pasa algunos meses fuera de Caracas, en el otro hogar que ha formado en Ciudad de México, sabe que su país cambiará día tras día y que él no estará ahí para mirarlo. A su regreso, el bolívar empeorará bajo la asfixia de la inflación, las tensiones políticas serán mayores y la tristeza habrá crecido como una mancha en el rostro de los suyos.

“Cada que voy encuentro un país distinto, sobre todo en términos de la economía. Antes teníamos una crisis económica que iba a una velocidad inmensa con una crisis política que estaba estancada. Ahora las dos van a gran velocidad”, explica Barrera Tyszka en entrevista a The Associated Press.

Aun así, la distancia física nunca lo aleja demasiado de Venezuela. En ocasiones entra y sale de su patria a través de la escritura. Su nueva novela, “Mujeres que matan”, acaba de publicarse bajo el sello de Penguin Random House y explora el alcance que el malestar en las instituciones del Estado puede adquirir hasta permear calles, ánimos y vidas.

Todo arranca con el suicidio de una mujer. “Estaba desnuda, boca arriba. Tenía los ojos abiertos. Sin brillo. Como dos piedras en un vaso de agua”. ¿Por qué se mató? La imagen del cadáver sumergido en una bañera detona la historia y las indagaciones de un hijo por comprender qué ocurrió con su madre rasgan la primera de varias capas que comprenden el libro de 200 páginas.

Una de éstas es el universo de lo femenino, en el que el escritor nos sumerge para indagar en algo que le resulta enigmático, y en las esferas subsecuentes nos lleva a reflexionar sobre el poder, las maneras de encarar el dolor y aquella turbación que despierta en nosotros cuando la justicia es inexistente y se abre la riesgosa posibilidad de ejercerla por propia mano.

Alberto Barrera Tyszka nunca nombra a su país ni al líder socialista que encabeza el gobierno, pero alude a ellos al situar su trama en una metrópoli anónima en la que la prensa ha sido silenciada y las calles alojan familias que buscan comida en la basura. En ese paisaje, un Alto Mando que controla todo afirma que no hay hambre, que ésta es una manipulación mediática, que solo es un invento de los enemigos.

Desde hace varios años, las crecientes confrontaciones entre el gobierno y la oposición de Venezuela han sumido al país sudamericano en la peor crisis de su historia. Hoy el salario mínimo vale casi lo mismo que un kilo de verdura en el mercado, cientos han muerto en protestas callejeras y Naciones Unidas calcula que al menos tres millones de venezolanos han migrado para buscarse una vida mejor.

Al leer “Mujeres que matan” podría pensarse que el autor aspiraba a crear una narrativa que no se viera restringida por su geografía o contexto, pero hay algo más. “No quería que hubiera tantas referencias concretas. No quería hablar de (Nicolás) Maduro, por ejemplo, ni nombrar a ningún político… Siento que esta historia se cuenta sin ese liderazgo y con una corporación que no tiene nombre, que es más siniestra y enigmática”.

Los rostros predominantes de la novela no son los que afligen a la sociedad, sino aquellos que tantean en la oscuridad para intentar sobrevivir a ella. En esa ciudad que el escritor de 58 años decidió no bautizar, cuatro mujeres desoladas por diversos motivos buscan refugio en la burbuja de los libros. Los clubes de lectura en tiempos de crisis pueden ser paliativos y el mismo Barrera Tyszka ha asistido a algunos como invitado desde 2014. Sin embargo, en este caso la literatura cumple una función adicional: transformar a los personajes. De mujeres a lectoras. De lectoras a cómplices. De cómplices a criminales.

“A medida que iba escribiendo me fui dando cuenta de que había un debate moral que tenía yo mismo, que tenían mis personajes y que se iba a traspasar a los lectores”, señala. “Todo gira alrededor del dilema ético de matar: ¿cómo nos enfrentamos a ese verbo?”.

Él, como sus mujeres imaginarias, tampoco sale ileso de un encuentro con las letras. Dice que escribir le sirve para ordenar el caos, para entenderlo: “La escritura sí tiene una función y es terapéutica. Organiza no solo la curiosidad, sino también el dolor”.

De este modo, su novela le abrió la posibilidad de meditar sobre lo que ocurre en las sociedades impunes, cuando quedan pocas opciones para las víctimas que tienen heridas por sanar.

A pesar de que expresa sus ideas en voz alta con claridad, este venezolano que llegó por primera vez a México en 1995 –y además de novelas y textos de opinión redacta guiones de telenovelas– dice que hablar le cuesta mucho. Solía ser tímido, asegura, y siempre ha sentido que solo al escribir puede relacionarse con una realidad que de otro modo podría parecerle desordenada.

“Creo que las cosas que digo es porque en algún momento las escribí o porque algo escribí sobre ellas”, confiesa. “Eso me ayuda a formalizarlas”.

Curiosamente, la Venezuela que uno imagina cuando lo escucha hablar es tan nítida y estremecedora como la que dibujan sus palabras en papel. Quizá por eso la tristeza que transmite cuando describe a gente flaca que camina por las calles de Caracas se despeja cuando su mirada cambia y con una sonrisa delicada afirma que la posibilidad de lograr un cambio a mediano plazo le emociona mucho.

Aunque dice que su país ha vivido al límite por mucho tiempo, piensa que hoy hay dos elementos distintos: un líder opositor no convencional y el apoyo de la comunidad internacional. “Hasta ahora nunca había habido un momento como éste”, señala.

“Mujeres que matan” abre una ventana distinta a la crisis venezolana y muestra que aún quedan varias narrativas por abordar en el país. Aunque el autor piensa que éstas tardarán en convertirse en literatura, confía en que los discursos han cambiado y habrá que esperar. Es y será difícil, asegura, pero su país ha pasado ya muchos años en este proceso y aunque la presión aumente hay ilusiones que no ceden.

La esperanza en Venezuela, dice, ha aprendido a habituarse a los desafíos.

(AP Foto/Marco Ugarte)

“Tiembla”, 35 miradas al sismo que sacudió a México en 2017

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Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre 2018 (link aquí)     

Hay una voz que de tanto en tanto estremece las calles de la Ciudad de México y al propagarse nos recuerda que el peor de nuestros miedos se oculta paciente en el seno de la Tierra.

Hace un año, el 19 de septiembre de 2017, la alerta sísmica se activó en las bocinas de la capital mexicana a la 1:14 de la tarde. La voz masculina que anunciaba el terremoto de 7,1 grados se ahogó en los gritos de quienes corrían despavoridos y a los pocos minutos esos gritos se convirtieron en silencio.

Enmudecer no es inusual después de un trauma. Aquel martes en que los mexicanos recordaban otro sismo de 8,1 grados que destruyó la ciudad exactamente 32 años atrás, en 1985, miles pedían al mismo tiempo que el movimiento cesara, pero la estabilidad del suelo no nos devolvió la calma.

Diez días después, el escritor y editor argentino Diego Fonseca visitó la Ciudad de México y recuerda haberla encontrado en una pausa, “como si el terremoto hubiera acabado con la voz de su multitud bochinchera y encogido los ánimos hasta convertir al Monstruo en un animalito tímido”. La cena que organizó con amigos en el barrio Roma —uno de los más afectados por el desastre que dejó más de 200 muertos— se transformó en catarsis. Al expresar nuestros pesares la tristeza se matiza. La turbación revive, pero uno se siente menos solo al escuchar que el horror fue compartido. Narrar no repara el daño, mas sí ayuda a sanar.

Aquella cena fue el preámbulo de un libro que se publicó en marzo y se relanzó este mes por el aniversario del sismo. El origen de “Tiembla” estuvo en la necesidad de confrontar el vacío que tras la sacudida dejaron los muertos, las fallas del gobierno y el arrebato de la naturaleza. Después de aquel viaje a esta ciudad rota pero ansiosa de volver a levantarse, Fonseca pidió a 35 autores mexicanos y extranjeros que escribieran qué ocurrió. El resultado no es sólo una antología de publicaciones breves que abarcan crónica, ensayo, reportaje, poesía y fotografía, sino una mirilla a la que cualquier lector podría asomarse para tratar de comprender la intimidad de una catástrofe.

El libro atrapa aquello que rebasa titulares de periódicos y estadísticas gubernamentales. Al inicio del volumen, después de que Fonseca describe ese silencio lastimoso que halló en México durante su viaje, el escritor Luigi Amara se sirve de un juego tipográfico en el que las letras se desordenan para representar el desconcierto que abruma al tratar de comunicarse luego de un terremoto. Sin embargo, la experiencia no es exclusiva de aquel que sobrevive a un sismo: la dificultad de hablar después de un evento traumático que paraliza es tan común y humana como respirar.

Los textos de “Tiembla” se mueven entre lo general y lo particular. Daniela Rea es una madre con dos hijas que tiene a la más pequeña en una carriola cuando la violencia del vaivén inicia y debe recorrer una ciudad destruida con ella en brazos para buscar a la mayor en el kínder. Carlos Bravo Regidor es un académico que se pregunta cómo una calamidad es digerida por los medios, la política y la opinión pública hasta articular un relato propio a posteriori. Yaiza Santos es una española que vino a “echar raíces en arenas movedizas” y transmite cómo el sentido de pertenencia no se limita a una nacionalidad o certificado de residencia, sino a las alegrías, angustias y memorias que construyes en el sitio que llamas hogar.

“Tiembla” también recoge nuestros símbolos. Ante unas autoridades que demoran en dar respuesta a la desgracia, la sociedad transforma en heroína a una golden retriever rescatista aunque en los días posteriores al sismo no logró salvar a nadie. Bajo el mismo escenario, las teorías de conspiración afloran: según las entrevistas que recoge una periodista en otro de los relatos, alguien tendría que estar detrás del sufrimiento, saber soluciones que ignoramos, dificultarnos la recuperación de los cuerpos.

La antología no es únicamente el testimonio de los habitantes de una zona sísmica, sino de quienes han sentido miedo y se han unido a otros para compartirlo y encararlo. Es el registro de la frustración que puede despertar un gobierno y del orgullo nacional de quienes son capaces de rescatarse a sí mismos. Es la voz de quien tuvo la suerte de no haber perdido nada y de quien lo perdió todo.

En uno de los textos centrales, Laura García Arroyo escribe que el terremoto casi destruyó su apartamento y las autoridades le dieron 20 minutos para sacar sus pertenencias antes de demoler el edificio. A leer, uno se sume con tristeza en sus zapatos. ¿Veinte minutos? ¿Cómo elegir lo que conservarás para volver a empezar y lo que perderás para siempre? ¿Cuánta vida cabe en bolsas de plástico negro?

Tampoco hay páginas suficientes para acomodar las cicatrices de una ciudad que carga con el recuerdo de dos terremotos en una misma fecha, pero “Tiembla” —cuyas ganancias por las ventas serán donadas a víctimas del sismo— no es sólo registro sino recordatorio: en México tiembla y volverá a temblar, pero siempre quedará una voz que pueda romper el silencio después de la tragedia.

Alejandro Magallanes revive tomos obsoletos con sus «Libros fósiles»

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Originalmente publicado en The Associated Press, marzo 2018 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Como un cirujano que salva una vida, Alejandro Magallanes se cubrió las manos con guantes y tomó cien libros de economía con la punta de los dedos para sumergirlos uno a uno en una pecera rebosante de pintura blanca. Los tomos se publicaron entre 1953 y 1971 pero nunca habían sido abiertos. Aunque su diseño y materiales eran casi artesanales, nadie se había interesado por sus temas. Eran libros olvidados, libros sin lectores.

Magallanes inició este proyecto en 2015 para completar una serie que exhibió en la exposición “La delgada línea que divide el lado derecho del izquierdo” en la galería Myl Arte Contemporáneo en Ciudad de México. Tras aplicar la pintura que los transformó en lienzos, el artista usó acrílico, tinta china, lápiz y pluma para dibujar sobre ellos. La modificación a sus portadas, lomos y contraportadas transformó su razón de ser. Ahora el registro fotográfico del resultado se publica en “Libros fósiles”, que la editorial Almadía acaba de lanzar en México.

El volumen de Almadía también es blanco y su carátula invita al lector ser Magallanes por un día. “Dibuje usted la portada de este libro. Gracias”, dice una leyenda en la parte inferior.

El mensaje resulta intimidante porque deposita en nuestras manos un poder inesperado: interpretar el trabajo de alguien más, sintetizarlo en una imagen propia, ofrecer su atractivo a quien no sabe lo que oculta en su interior.

Esa responsabilidad podría parecer abrumadora para un aspirante a dibujante, pero para Magallanes es algo cotidiano. Hace más de una década que trabaja para la editorial que ahora publica “Libros Fósiles” diseñando interiores y exteriores y justamente lo que crea —esa amalgama de tonos, trazos y tipografías, y no los manuscritos de los escritores— es lo que adquiere el potencial de atrapar nuestra mirada o volverse invisible al toparse nuestros ojos en una librería.

“Una portada es una interpretación subjetiva del texto de alguien más. Siempre digo esto pero es cierto: los textos que recibo son como partituras y soy un violista”, asegura con una voz suave. “Yo me lo planteo así: ¿cómo me gustaría encontrar un libro en un estante?”.

Aunque Magallanes sabe de sobra que el atractivo de un libro reside en el conjunto que teje su forma y contenido, él suele sentirse seducido únicamente por su portada y dice que podría comprar un libro en ruso aunque no entienda el idioma si su imagen lo seduce. El diseño, piensa, también comunica. Es discurso en sí mismo.

“Libros fósiles” traduce estas ideas en una obra tangible. Al clausurar la primera vida de los tomos que intervino —y que fueron vendidos a coleccionistas tras ser exhibidos— impide que alguien pueda leer lo que hay entre sus páginas, pero les permite resurgir como un libro-objeto: piezas que hablan por sí solas y también generan lecturas.

Para articular este mensaje, Magallanes se aseguró de reutilizar libros condenados a ser destruidos u olvidados para siempre. Le pidió a Selva Hernández —diseñadora, editora y bibliófila con quien tiene una librería de viejo en Ciudad de México— que los tomos fueran de economía porque le interesaba reflexionar sobre la obsolescencia de ese tema y que a pesar de sus materiales, impresiones y papel no despertaran interés.

“Eran libros que ni por cinco pesos la gente quería. Ni aunque prácticamente estuvieran regalados. Quería pensar en el destino de un libro que no tiene quien lo lea”, explica, y por eso decidió jugar con los elementos fundamentales de los ejemplares hasta reducirlos al mínimo y crear algo desde cero. Un libro fósil es el cascarón de un libro, algo que parece un libro pero no lo es.

“Un fósil es una sustancia que fue alguna vez orgánica, y que ya muerta, permanece en el interior de un material solidificado. Ya no es la sustancia viva, sino su huella la que queda dentro del sedimento”, escribe Selva Hernández en un texto breve que cierra el volumen. “Su huella es una crítica al libro. En un momento en el que el espacio y la economía son precarios, ante la pregunta de qué vale la pena convertir en una obra publicada y qué se deja en otros formatos menos perecederos que el libro impreso en desuso, mejor convertirlo en otra cosa, en arte contemporáneo”.

Cada pieza de esta serie que tardó unos tres meses en completarse es presente y pasado. Lo que vemos y lo que oculta nos interpela y lanza una pregunta: ¿qué es lo que hace que un libro sea un libro?

En los 25 años que Magallanes ha trabajado entre enunciados, páginas e ilustraciones ajenas y propias, la pregunta ha sido constante. Los libros han acompañado a los hombres desde la invención de la escritura y a él todos le encantan. Los compra, los colecciona, los reinventa y entiende que su trabajo se completa con la mirada de alguien más.

Al preguntarle si no le entristece que los libros fósiles ya no le pertenezcan y que lo único que le quedará de ellos son estas fotografías, sonríe y dice que no.

“Me gusta que existan en otro lugar. Incluso cuando trabajo en algo como un cartel, me gusta que dure lo que sea necesario aunque sea breve. A lo que aspiro es a que una imagen sea tan poderosa para que incluso en su brevedad pueda permanecer en la memoria de alguien más”.

En la pieza número veinte de “Libros fósiles”, la parte trasera del cuerpo de un hombre aparece dibujada en la parte inferior de la contraportada. Aunque las proporciones de sus piernas, brazos y tronco son normales, el cuello del hombre se estira y se estira y se estira hasta que sale de la página por la parte superior, luego baja por el lomo y se curva hasta reaparecer en la portada como el cuerpo de una boa que se desdobla. A su lado hay una sola palabra: “PERSPECTIVA”.

Sería maravilloso saber cuál fue el libro de economía que Magallanes sumergió en pintura blanca para ocultar una historia con otra y reescribir su biografía.

(Foto: Abraham Bonilla)

 

En su nuevo libro, Andrés Neuman enseña a “Vivir de oído”

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Originalmente publicado en The Associated Press, noviembre 2017 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Siempre que Andrés Neuman sostiene una taza vacía bajo el dispensador de una máquina de café, la observa llenarse de espuma y sabe que dará el primer sorbo al borde de las lágrimas. Con la voz apagada dice que se ha bebido miles de espressos y cada uno le ha hecho pensar en su madre: lo que ella más disfrutaba, además de tocar el violín, era un café espumoso, como orilla de mar.

Es casi paradójico. En los 35 poemas que integran “Vivir de oído”, el escritor argentino teje retratos cotidianos de lo que hay en su vida, pero lo hace a través de ausencias, silencios e hipótesis. “Inventos a los que llegamos tarde”, por ejemplo, es un modo de decirle a su difunta madre que la extraña y que le hubiera encantado prepararle un café con espuma en una de esas máquinas que no aparecieron a tiempo en su cocina.

“Vivir de oído” es un coqueteo entre lo que existe, lo que falta y lo que podría ser. En el noveno poema de ésta, la segunda antología que el autor publica con la editorial mexicana Almadía, Neuman le habla a Neuman. “Conversación en tres tiempos” dedica su primera estrofa al niño que fue, la segunda al joven que casi deja y la tercera al viejo que será. Unas páginas después, un texto se concentra en el cómo olvidamos la voz de la gente que amamos y otro en las sutilezas entre el desierto y lo desierto.

“La poesía tiene algo de recuperación de voces perdidas”, explicó el escritor de 40 años hace unos días durante la presentación de su libro en la Ciudad de México. “Muchas veces esa recuperación es imaginaria. Son voces que nunca hubo y ese acto de recuperarlas también es un acto de reinvención: el oído es el órgano central de nuestra sensibilidad”.

Por lo anterior, la estructura del libro es casi intuitiva, una consecuencia involuntaria de haber escrito motivado por atender lo que apenas se escucha bajo el ruido de la cotidianidad.

Donde algunos solo encuentran vacío, Neuman descubre materia prima. Para él lo vacuo es un punto de partida que le permite crear y crearse, y por eso “Vivir de oído” es una obra autobiográfica que se divide en tres apartados: familia, amor y metapoesía, es decir, una sección dedicada a la relación entre escritura y autor.

Su manera de trabajar se transforma de género en género —sigue procesos distintos en cuento, novela y poesía— pero dice que su obra más reciente surgió después de cinco años de redacción intermitente y dispersa. Cuando empezó a seleccionar los textos para la antología, que estará a la venta en México a partir de esta semana, tenía entre manos más de 80 poemas, pero al final conservó menos de la mitad. Todos son brevísimos y parecen dialogar entre sí.

Según Neuman, la estructura de “Vivir de oído” obedece a que hay dos momentos por los que atraviesa un poeta: el primero es inconsciente —se escribe casi sin pensar— y el segundo permite visualizar un orden que llena los huecos de todo aquello que falta. “Los poemas van suscitándose unos a otros y ese pequeño milagro de ordenamiento sucede muy al final del proceso. Nuestro inconsciente tiene un plan y uno trabaja durante años para descubrirlo”, dice.

Al autor, en ocasiones, su inconsciente le pide borrar. Como el mago que accede a revelar su mejor truco, confiesa que sus poemas rara vez superan media cuartilla al publicarse, pero cuando nacieron todos fueron extensos. Dominar la brevedad, asegura, es algo que le fascina: los libros breves implican una reducción de cinismos hasta que el recorte permite llegar a lo que realmente debe decirse. “Todo poema va construyendo ruido a su alrededor pero en el núcleo hay una nota y hay que tratar de despejarla”.

Por eso Neuman corta, corta y corta. A veces, incluso, difumina el final. “En ocasiones el primer borrador de un poema sale demasiado redondo y lo que uno hace es desdibujar un poquito el contorno, la silueta, hasta que no queda tan nítido”. Y, después, con su mirada, el lector salda la deuda que él dejó abierta al escribir.

“Le regalé una lupa a mi maestro” es de los últimos poemas en “Vivir de oído”. En él, Neuman recuerda a un hombre que admiraba y ya no está pero antes de morir dejó sobre su escritorio una lupa que en sus últimos años le permitió leer. Cuando él la descubre, observa la lupa “dormida”, pero luego se da cuenta de que ese lente sobre la mesa aumenta el silencio de una hoja en blanco.

La escena es triste y melancólica, pero logra lo que Roberto Juarroz, uno de sus poetas favoritos, solía decir: la poesía sirve para detener el relámpago, para impedir que algunas cosas se nos escapen para siempre de manera fulgurante, como cuando el silencio extingue una voz.

Y entonces Neuman lo logra. Deja que sus ausencias hablen por él.

La tribu: retratos de la Cuba cotidiana de un joven cronista

Originalmente publicado en The Associated Press, junio 2017 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Carlos Manuel Álvarez echa sus delgadísimos brazos al frente —como haría un pescador— para explicar la estructura de su segundo libro. Antes de elegir a los personajes que perfila en “La tribu”, dice, se imaginó a sí mismo lanzando un anzuelo al agua para preguntarse qué es lo que cada uno le permitiría iluminar sobre su país.

“Diecisiete textos pueden parecer mucho, pero son 25 años de mi vida en Cuba. Eso es como una bota perdida en medio del mar”, explica el cronista de 27 años en la Ciudad de México, a donde viajó hace unos días para presentar la obra editada y distribuida por Sexto Piso.

A pocos meses de la muerte de Fidel Castro y varios giros en la relación de la isla con Estados Unidos, la Cuba de “La Tribu” no es la que diseccionan los analistas ni las columnas de opinión. “(El libro) es el retrato de una sociedad poco accesible a través de perfiles. (Carlos Manuel) es ese alguien que llegó para contarnos qué pasó con Cuba”, ha dicho el escritor mexicano Emiliano Monge.

El lector reconoce dos nombres en “La tribu”: Fidel y Raúl. El resto es la Cuba anónima: Yorgelis, Idalmis, Amaury, Yurién, Ibelys. Por sí solos no dicen mucho, pero Álvarez les da voz.

“La tribu” tiene un subtítulo: “Retratos de Cuba”. Cada historia y cada personaje dan un pulso particular a los latidos de la isla. En la página 29, el texto sobre José Contreras —pitcher y jugador de los Yankees— traza mucho en muy poco: el aterrizaje del avión de Contreras en La Habana sirve a Álvarez para hablar de leyes migratorias, de béisbol y del contraste entre el cubano que deja a los suyos para buscarse otra vida y el que regresa años después.

“El Contreras de los Yankees es un portento íntegro, una pieza de ébano sin figuras, un cuerpo sin articulaciones ni embates visibles… El Contreras de Cuba, en cambio, muestra la definición de sus partes, es como un juguete ensamblado. Fuerte, sí, pero todavía un boceto. Le faltan luces, glamour, pesas. Uno nota los amarres de los hombros con los brazos, de los brazos con los antebrazos, de los dedos con las uñas, el zurcido de las fibras”.

En la página 85, los habitantes de un basurero bailan en la oscuridad. En la 115, un boxeador que sube a una lancha con destino a Florida termina detenido en Bahamas. En la 131, el hambre feroz y el desconcierto tocan el hombro de los viajeros que no llegan a Estados Unidos por mar, sino por tierra, y pasan por Colombia, Panamá y México. En la 229 hay un poeta.

En “La tribu”, Álvarez no alecciona ni especula. No escribe si la Revolución triunfó o fracasó. No sentencia si el líder fue un héroe o un tirano. Su libro no es una explicación: es un mosaico de ambientes —el aeropuerto, una calle, la orilla del mar—y la historia de un país a través de su gente y lo cotidiano. Es el lado del mundo de un periodista cuyo reporteo inicia en sí mismo.

Un verano de agosto, Álvarez —con su cabello negro, lentes de pasta, cuerpo de alfiler— fue hasta el Malecón “para combatir la melaza romanticona que los malos poetas, los cronistas del noticiero y los trovadores deprimidos han vertido sobre este largo muro que ciñe las carnes de la ciudad”. Y entonces él, cubano, que durante cinco años vivió frente a ese Malecón, deja de ser él —o lo intenta— y sale de sí —o lo intenta— para escribir. Camina, se detiene, se sienta en un borde y escucha a locales y extranjeros. Toma notas. Piensa.

Nosotros, los lectores, espiamos por encima de su hombro. Un italiano critica el comunismo. Una mujer cincuentona se pasa seis horas vendiendo caramelos, palomitas y otras cosas para ganarse “cuatro míseros pesos”. Unos tipos juegan dominó y un grupo de veinteañeros se divierte con un videojuego. Un poco más adelante, alguien habla de béisbol. Luego está la zona de travestis.

La crónica del Malecón inicia a la mitad del libro y quizá es el corazón del mismo. En estas páginas el cemento, la piedra picada, el acero y las vigas del terraplén no solo defienden a la ciudad del agua: son aquello que sostiene “las frustraciones, el ocio, las nostalgias y lo que sea que los habaneros vengan a dirimir al borde del mar”.

Nada en “La tribu” puede interpretarse desde un punto de vista único. Álvarez dice que escribió con la nariz, con los ojos, con el tacto y con todos los sentidos. Lo hizo desde una choza putrefacta cerca de Marianao, desde el Teatro Nacional de La Habana y echado bocarriba sobre el Malecón. Y ahora, desde esos vértices, lanza sus crónicas y perfiles al aire para que cada quién decida qué leer, qué sentir, qué mirar.

Migraña en racimos, de Francisco Hinojosa

migraña en racimos

Migraña en racimos es quizá el libro más peculiar de Francisco Hinojosa.
En el texto, el escritor mexicano explora el sufrimiento físico y la angustia de sufrir una enfermedad por casi 30 años.

***

          Es difícil imaginar que la sonrisita tímida de Francisco Hinojosa podría transformarse en una mueca de dolor. Pero, claro, así es la migraña: te obliga a cerrar los ojos, llevarte las manos a la sien y convencerte de que la única salida es arrancarte la cabeza.

                A Hinojosa le tomó 27 años librarse del monstruo y escribir sobre él. “Gracias a este libro pude saldar una deuda con la enfermedad”. Todo empezó con un artículo sobre aspirinas. A cien años de su aparición en el mercado, Hinojosa escribió un texto que ya desde entonces era un modo de lidiar con sus jaquecas. “Oliver Sacks decía que no había remedio contra la migraña, que el mejor consuelo que uno podía tener era servirse un té, conseguir una aspirina y meterse a un cuarto oscuro”. Un editor —Mauricio Ortiz— leyó esta frase y lo buscó para proponerle escribir un libro al respecto. “De inmediato dije que sí. No sólo por el tema, sino porque la autoficción es un género que nunca había trabajado”.

                El dolor es algo solitario. Cuando una muela nos taladra la quijada o un retortijón nos dobla el cuerpo, creemos que nadie —más que nosotros— entiende lo que es sufrir. Quien padece Cefalea de Horton —o migraña en racimos— experimenta esta sensación de abandono de manera más aguda, pues hay muy pocos médicos que logren diagnosticarla y tratarla. Dado que es mucho más intensa que la migraña “tradicional”, de algún modo este libro ensaya (y cuestiona) la idea de que la ciencia tiene todas las respuestas y para Hinojosa fue una alternativa para sentirse acompañado. “Antes de escribirlo sentía que a los médicos no les importaba lo que me pasaba. Hubo un solo doctor que se preocupó por buscar diferentes remedios y por eso se lo dediqué”.

                Una migraña en racimos es “esa terrible sensación de que nos clavan un cuchillo al rojo vivo en medio del ojo”. La cita pertenece a una página web a la que los enfermos de Cefalea de Horton acuden para sentirse acompañados. Hay varios sitios como éste: blogs en los que alguien escribe un poema titulado The Monster in my Head o un listado de medicamentos acompañados de sus descripciones, contraindicaciones y efectos secundarios.

                “En el caso de un padecimiento como éste, el enfermo sabe mucho sobre lo que le ocurre”, dice Hinojosa, quien consultaba estos sitios y cualquier texto literario que abordara las jaquecas. En Migraña en racimos, casi cada capítulo contempla una cita al respecto. Ahí están, por ejemplo, Franz Kafka y Oliver Sacks. Y así, al tratar de comprender lo que sucedía en su cabeza cada vez que la bestia aparecía —y la manera en la que otros lo vivían— Hinojosa aprendía a mediar su propio dolor.

                La escritura sana y libera. Unas horas frente al teclado subliman la ira, la pérdida y el pesar. ¿Siempre ha sido así en el caso de Francisco Hinojosa? Uno no lo creería. Antes de Migraña en racimos, el humor ácido permeaba sus libros. Ahí está, por ejemplo, La peor señora del mundo (1992) y sus otros textos para niños. Está también Poesía eres tú (2009) —una novela en verso plagada de ironía— y más recientemente, Emma (2014), una vuelta de tuerca a la historia de Harry Potter en la que una adolescente resulta ser hija de una prestigiosa pareja de actores porno que debe hacerse un nombre propio en la Escuela Bataille de Sexo y Prostitución.

                Por eso cuesta pensar que este autor —que uno imagina muerto de risa mientras redacta— sea el mismo hombre que pasaba meses sumido en el dolor de quien siente un cuchillo al rojo vivo en medio del ojo. “Lo que sucede es que casi todo lo que escribo, sea para adultos o para niños, tiene que ver con la violencia y la muerte. Es decir, lidio con esos temas a través del humor. La violencia, por ejemplo, es algo que me aterra, pero si la enfrento a través de la literatura, se vuelve un tema liberador”.

                Migraña en racimos es también un ejercicio de memoria. Retrata cómo es la vida de un enfermo de Cefalea de Horton a través de la historia de Hinojosa y la de su padre, que también la padeció sin haberlo tenido muy claro. Además, explica cómo es la vida de quién les acompaña: los hijos y las mujeres de los enfermos viven la migraña a su manera. “La memoria y el dolor van muy asociados; es un tema que me parece importante”.

                Hacia el final del libro, Hinojosa dice que volver a este capítulo de su vida fue como abrir un cajón lleno de demonios. ¿Le quedan otros espectros por enfrentar? “Claro, no me quejo de haber vivido, pero poco a poco el tiempo te va cobrando esas facturas. Aún tengo muchos demonios agazapados en el cajón, y uno teme que de pronto puedan salir a atacarte”.

La ley de Ian McEwan

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Originalmente publicado en Gatopardo (link aquí)

     La ley del menor es casi como un filme que envuelve desde su primera escena. Con cada descripción de sitios, objetos y personajes, la vida se escapa de sus páginas para materializarse. Hace frío en Londres, la lluvia golpea las ventanas y la jueza Fiona Maye, de 59 años, aprieta en la mano un vaso de whiskey: su marido acaba de preguntarle si le permitiría acostarse con otra mujer.

     Ian McEwan, autor de Ámsterdam (1998), Expiación (2001) y Sábado (2005), ha destacado por saber cómo situar a sus personajes en la más absoluta incomodidad. Sabe retratar la culpa, la crueldad y la violencia; sabe cómo angustiar al lector párrafo tras párrafo hasta llegar al punto final. Su estilo ha variado con los años. Al inicio, coincide la crítica, se nutría de psicópatas, asesinatos y sangre. Ahora su pluma es quizá más mordaz. Recurre a la sutileza y la elegancia que podría esbozar un personaje de películas de James Ivory o de Downton Abbey para mostrar que la ley, la culpa y la razón también pueden despedazar.

     En 1993, el académico Christopher Williams, de la Universidad de Bari, le dedicó todo un texto a su primera novela, The Cement Garden, publicada en 1978. Entonces comparó el estilo de un debutante McEwan con el de Kafka y Beckett. McEwan, escribió Williams, tiene la capacidad de crear relatos atemporales y misteriosos. Con un estilo simple, sin expresar juicios u opiniones, logra construir un entramado que —como el bloque de acción de un guion cinematográfico— hable por sí mismo y logre conmover.

     En su más reciente novela editada al español por Anagrama, McEwan construye la historia de Fiona, una mujer que desde hace décadas sale de casa para presidir un tribunal. Una mujer que escucha argumentos, acusaciones, verdades a medias; sopesa los hechos; piensa en la ley. Pero esta tarde, quien la mira y cuestiona es el hombre que la ha esperado cada noche, desde casa, por más de 35 años.

     Afuera, en el Tribunal, Fiona sabe formular sentencias, pero ahora su experiencia en materia de valores, justicia y leyes sirve de poco o nada. Se debate en un conflicto en el que el choque entre sus ideas y sus emociones le dificultan respirar. Aquí no hay crimen que torture a su protagonista. Fiona camina sobre hielo delgado —quebradizo— porque está a punto de cumplir 60, no tiene hijos y su marido la invita a racionalizar sus ganas por acostarse con una chica que le permita vivir un último “arranque de pasión”. Hasta cierto punto, McEwan se ha vuelto siniestro. En su nueva novela, el peligro está en lo cotidiano.

    Como ha sucedido en otras novelas escritas por él, sus protagonistas ponen a prueba su temple ético. Aquí, Fiona debe lidiar con dos dilemas a la vez. Por un lado, su marido; por el otro, un caso que le quita el sueño: a sus manos ha llegado el expediente de un chico de 18 años que está a punto de morir. Aquejado por leucemia, necesita una transfusión, pero su religión (Testigos de Jehová) no le permite aceptar la sangre de un donador. Si Fiona emite un fallo a favor del hospital que podría salvarlo, iría en contra de los deseos del chico.

     “No fui nunca un revolucionario, es verdad. Sé que a veces, las normas son estúpidas y merecen que rompamos con ellas, pero también creo que el hombre tiende a ser cruel, violento y egoísta y que para convivir necesitamos leyes e instituciones lo más precisas posibles”, dijo McEwan en una entrevista al periódico El Mundo el año pasado. En su nueva novela, el autor pone esas leyes e instituciones sobre la mesa y las enfrenta a una protagonista que juega con fuego cuando se cuestiona si debe romperlas o no. Como un cineasta extraordinario, que una vez fuera de la sala nos deja pensando si habríamos actuado del mismo modo que el héroe de la película, McEwan pone en jaque nuestra razón.

Encuentro con una generación

Originalmente publicado en Esquire no. 85 (PDF aquí)Originalmente publicado en Esquire no. 85 (PDF aquí)

Alberto Chimal reunió a algunos de los mejores cuentistas mexicanos jóvenes en la antología Emergencias. Hablamos con él sobre este libro y el panorama actual de la escritura en el país.

     A paso lento se acerca Alberto Chimal hasta la cafetería en la que decidimos encontrarnos, pero es fácil reconocerle desde lejos. Ropa negra de pies a cabeza y ojeras que, como manchas de tinta, se expanden hasta sus pómulos. A los 45 años, el mexicano tiene una batalla ganada: ha definido una identidad literaria y su estilo es una marca de la casa. Tras casi tres décadas de trabajo literario, uno detecta la voz narrativa de Chimal a media calle, en una antología de cuentos o en el time line de su cuenta de Twitter (@albertochimal).

      Alberto Chimal redactó sus primeros textos en una vieja máquina de escribir. Era uno de esos armatostes grandes y pesados que le atoraban los dedos al teclear. Ya desde entonces escribía minificciones y le interesaban los artículos de revistas. Mientras algunos escritores sueñan con publicar novelas, Chimal se especializó en la brevedad, intrigado por lo que ésta produce en el lector. Y es que, mientras la novela nos mantiene atrapados —olvidados de espacio y tiempo—, un relato corto termina de formarse en la conciencia hasta que se concluye la lectura. Un novelista tiene 100, 200 ó 300 páginas para dosificar un conflicto, pero un cuentista que plantea y resuelve todo en un párrafo tiene un poder adicional: la posibilidad de revelar y sorprender después de haber llegado al punto final.

     Por estos días, Chimal presenta dos antologías. Una, Los atacantes (Páginas de Espuma), de relatos propios; y la otra, Emergencias, (Lectorum), para la que convocó a 25 escritores mexicanos nacidos después de los años 70, cuyos relatos dan cuenta de las transiciones sociales y políticas más importantes del país.

ESQUIRE: En Emergencias dices que no hay un canon para distinguir un buen cuento, pero ¿qué debe reunir para ti?
ALBERTO CHIMAL: De alguna manera, debe lograr atraer al lector. Tiene que contar una historia interesante de un modo llamativo y proponer una idea relevante o inesperada. Un gran cuento debe ser capaz de expresar algo muy pertinente sobre un tema que ya conocemos o revelar algo que no esperábamos escuchar. En el caso del libro, quería dejar claro que no es una selección canónica, porque ha surgido una cantidad de obras muy interesantes en México y no creo que una antología deba decir: “Estos son los cuentos que debes leer”. Al contrario, lo que se necesita es subrayar que, aunque la sociedad atraviese por momentos difíciles, pueden florecer formas artísticas que reaccionan ante un contexto adverso.

ESQ: Mucha gente asiste a las ferias del libro y hay autores con miles de seguidores en Twitter. ¿Los mexicanos leen o no leen?
AC: Hay un serio problema en materia de venta de libros, pero también de acercamiento con el mundo y del modo en el que lo comprendemos a partir de la lectura. Leer no sólo implica consumir un libro, es un hábito mental que permite descifrar el mundo. Ese es el valor práctico de la lectura. Otra cuestión es que ahora la gente no sólo lee en papel sino en otras plataformas: lee Facebook, Twitter, sitios web. Se relaciona con la lectura de nuevas maneras. No lo hemos asimilado, pero es algo que ocurre. Ahora, existe el fenómeno de los “booktubers”, los chavos que reseñan libros en línea. Eso también tiene repercusiones.

ESQ: ¿Crees que hay prejuicios con respecto a la lectura en línea?
AC: Por supuesto. Es inevitable porque las generaciones que ahora tienen el poder cultural son aquellas que crecieron con la prensa en papel y la máquina de escribir. Pero es muy importante resaltar que las plataformas digitales tienen una cualidad que se le ha escapado a la prensa en los últimos años, como la apertura y la escritura horizontal. En un medio impreso es muy complicado abrirse paso, pero en internet no es así. Al menos no por ahora. Quizá todo cambie si implementan las medidas de censura de las que tanto se habla, pero de momento no. Aún es un entorno libre, donde puede haber comunicación entre iguales. Y eso afecta la escritura: por eso se están desarrollando formas de escribir que antes no teníamos, porque no están reglamentadas como lo estarían en una publicación impresa en papel. A mí me parece que el actual es un momento muy interesante para la escritura digital.

ESQ: A medida que adquieres más experiencia, ¿el proceso de escritura se vuelve más fácil o más difícil?
AC: Ciertos retos de la escritura se resuelven con más facilidad; otros, en cambio, no tanto. Es más fácil redactar y estructurar las frases, pero trabajar las partes más interesantes y arriesgadas puede ser más complicado porque soy una persona a la que no le gusta repetirse. Me interesa buscar nuevas maneras de decir las cosas, encontrar nuevos temas para explorar y no quedarme con una fórmula, por muy buena que pudiera ser.

ESQ: ¿Cómo te ha ido con las distintas casas editoriales que han publicado tus libros?
AC: Es un tema complicado. En México ocurre algo particular: por un lado, hay editoriales pequeñas que se inclinan por publicar textos interesantes aunque sean de autores poco conocidos; por el otro, a los grandes consorcios les atrae, sobre todo, la fama del autor. A mí me lo han dicho. En una ocasión quise publicar un libro y me dijeron: “Vuelve cuando seas famoso”. Y ese día decidí que nunca más pondría un pie en esa editorial. Para mí ha sido mejor trabajar con editoriales independientes. Son más abiertas, receptivas y arriesgadas.

ESQ: ¿Has publicado todo lo que has querido o tienes alguna gran historia guardada?
AC: Tengo varios textos inconclusos que algún día quiero terminar. Una vez al año abro la carpeta donde los guardo, los veo y me digo que aún pueden esperar un poco más. Yo diría que en México es bastante fácil publicar textos breves, así que no tengo muchos proyectos inéditos. De algún modo, siempre se les puede dar salida, aunque sea en tirajes pequeños y en ediciones muy oscuras.

Este soy yo: Jorge F. Hernández

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Originalmente publicado en Esquire no. 83 (PDF aquí)

Escritor, 53 años, Ciudad de México

> Lo que más me dolió al revisar los textos que recopilé para este libro [Solsticio de infarto] fue releer cómo me tuve que despedir de Eliseo Alberto, que fue como mi hermano mayor. No pasa un solo día sin que lo extrañe.

> Cuando Lichi [Eliseo Alberto] ganó el Premio Alfaguara, ambos estábamos en el Hotel Palace. Le llamé y me dijo: “Jorgito, enhorabuena, quedaste finalista”. Le respondí que estaba en el lobby y que iba a matarlo. Colgó y como a los diez minutos bajó con su guayabera de siempre. Quiso saber si de verdad lo iba a matar. Le respondí que no, pero que al menos le rompería la madre. Y me dijo: “¿De veldá?”. Y le dije: “No, creo que mejor nos vamos a emborrachar”. Y nos aventamos una peda de 18 horas que pagué yo.

> Pasé años queriendo escribir una columna, porque [Adolfo] Bioy Casares decía que son laboratorios para soltar la mano.

> Publiqué mi primer cuento a los 17 años, pero una cosa es publicar un texto y otra es comprometerte a escribir una columna cada ocho días. Lo que Bioy Casares no me dijo fue que el principal problema de publicar una columna es el espacio. Si no te ajustas a lo que te piden, te arriesgas a que otro te recorte. Recuerdo una ocasión en que un editor le cortó el último párrafo a un texto que entregué. No lo entendió ni mi mamá.

> Tengo una columna en El país desde hace 18 meses. Como en España no me conoce nadie, a cada rato me piden fotos. No quieren publicarlas, sino saber cómo soy. Seguro se imaginan que soy un viejito o un metrosexual.

> El otro problema de las columnas es la prisa. Una vez escribí una columna en 11 minutos. Ha sido mi tiempo récord. Cuando mis hijos estaban chicos, se asustaban mucho. Pobres, creían que iba a llegar un policía especializado en columnas y diría: “Vengo a arrestarte porque no entregaste a tiempo tu texto”. Así que le decía a mis hijos: “¡Ayúdenme a escribir!”.

> Mi columna se llamaba “Agua de azar” porque yo sí creo en el azar. Diario veo coincidencias muy raras. Algunas me provocan miedo. Por ejemplo, sueño con familiares en el instante en el que mueren. Recuerdo a mis amigos el día que se divorcian. Me pasa diario, desde niño.

> Nunca me han corregido un texto por razones ideológicas ni por erratas.

> Normalmente escribo a mano, lleno libretas y de ahí surgen los textos. “Agua de Azar” está contenida en 60 libretas.

> Siempre se nota cuando alguien no te lee. Te das cuenta porque un día escribes sobre Popeye y a la semana el editor te pregunta: “¿Por qué no escribes algo sobre Popeye?”. Me han publicado sin leerme.

> Las redes sociales han multiplicado el número de lectores. Hace dos semanas publiqué un texto sobre García Márquez y lo leyeron 62,000 personas. Si hubiera podido cobrar un peso por cada lectura, no estaríamos aquí. Tu fotógrafo me estaría haciendo retratos en la playa.

> Conforme ha pasado el tiempo –y sobre todo después del infarto que sufrí– me ha dado por releer a los muertos. Tengo un rollo con mis propios fantasmas.

> Cuando elijo un libro nuevo para leer, suelo ser muy adepto a lo que me dijo Fernando Benitez alguna vez: “Llega a la librería y fíjate en la portada.” Por eso, si una portada está del carajo, no lo llevo.

> Cada año releo El Quijote. Hasta ahora lo he hecho 28 veces.

> Mi padre fue imitador de voces en XEW. Yo hago algunas imitaciones y mis hijos lo heredaron. Otros escritores lo han hecho. Cuando Dickens escribía, hacía la voz de Scrooge. Su hija lo escuchó y le dijo que se presentara en teatros.

> Mis hijos tocan todo lo que tenga cuerdas. Yo toco guitarra y en Oaxaca se nos ocurrió que la mejor manera de homenajear a [Juan] Villoro era cantarle. El video está en Youtube y cada vez tiene más vistas. Se llama “Homenaje musical a Juan Villoro”. Ya le escribí un título nuevo: “All You Need is Juan”.

> Crecí en Estados Unidos. Viví ahí hasta que cumplí 14 años. En mi escuela se hizo el piloto de Plaza Sésamo y ese día llegué a casa y le dije a mi papá que habían ido unos pinches títeres muy chistosos y que harían un programa de televisión con eso. Mi papá me preguntó: “¿Crees que funcione?”. Y le dije: “Están muy padres, son muppets”.

> Octavio Paz me invitó a trabajar en Vuelta y un día me dijo: “Me parece que tienes una propensión a hilar gratitudes, y eso es difícil”. En todas las reseñas y textos que escribía predominaba una intención por agradecer y hablar bien de otros. Yo siempre trato de agradecer. Por ejemplo, cuando alguien me invita a presentar un libro, siempre lo leo y agradezco todo lo que aprendí con la lectura.

> Hay un cajón lleno de cosas que no he querido tocar. Yo soy historiador de oficio, así que tengo huecos del pasado en los que aún me falta bucear. Hay épocas a las que aún no me atrevo a volver, porque aún no estoy dispuesto a encararlas, pero que involucran temas que eventualmente aparecerán en alguna novela o cuento.